martes, 20 de diciembre de 2011

Cultura Argentina: Santos Discépolo, del teatro al tango ...por Álvaro Ojeda


El autor de la famosa letra de tango “Cambalache”, Enrique Santos Discépolo, decide en 1918 –tenía apenas diecisiete años de edad– representar su primera obra teatral. Había
debutado un año antes, como actor más que secundario, en una obra ya olvidada, El chueco Pintos, en el papel de portero de un conventillo. Actuaba al lado del entonces famoso actor cómico Roberto Casaux, recién escindido de la compañía de Florencio Parravicini.
Nombres casi desvanecidos, forjadores del teatro nacional argentino y rioplatense. La obra de E. Santos, como firmaba por la época, se llamaba Los duendes y tenía un argumento pueril. Una familia compra una casa que imagina habitada por duendes. Para solucionar el problema, los nuevos dueños contratan a dos detectives que no averiguan nada y que se dedican a comer todo el tiempo a costa de los ingenuos dueños. Una mezcla de trama policial con humor tonto.
Las críticas fueron justas y por lo tanto desfavorables, aunque la obra se estrenó en el Nacional y contó entre su elenco con una joven y prometedora actriz: Olinda Bozán. Ante el fracaso, Enrique cambia la pisada. En su segundo intento se reserva el modesto y precavido rol de “adaptador” en la obra El señor cura, basada en un cuento de Guy de Maupassant. La trama de la obra debió causar algún revuelo en la época. Un cura descubre que antes de ordenarse sacerdote tuvo un hijo natural. El hijo es un individuo malévolo, y el cura debe convertirlo para salvar su alma, de la que es responsable como padre biológico y como sacerdote. Durante un monólogo el cura desliza: “¿Por qué, Señor, esta maldición a mi edad? ¿Este es el pago a mis 25 años de santidad y de calma…? Si eres quien me abandona, ¿dónde he de encontrar la protección que necesito?” El hombre que se cree justo –lo sea o no– increpa a Dios por haberlo abandonado. Ha nacido la clásica frase interrogativa discepoliana. Y, con ella, un apellido convertido en adjetivo, lo discepoliano –procedimiento reservado a Kafka, Fellini o Borges– que define la situación de desamparo del hombre ante un destino que no logra comprender y que lo abruma con su perversa mezcla de abuso, negligencia, banalidad.
Raíces
Antonio Discépolo y Carmen Silano –los abuelos campesinos y analfabetos de Enrique Santos Discépolo– tuvieron un hijo músico y aventurero. Se llamaba Santo y había nacido en 1850. Egresado del Conservatorio Real de Nápoles, en donde estudió instrumentos de viento, piano y contrabajo, Santo decidió emigrar hacia Argentina con veintiún años para “hacer la América”. Lo esperaba un país gobernado por Sarmiento con 2 millones de habitantes que en 1871 recibió a 14 mil europeos, 10 mil de ellos italianos. La torrencial presencia inmigrante y su mestizaje con los criollos desclasados, que también emigraban hacia Buenos Aires, produjo un movimiento cultural sin precedentes en la región, cuyo epicentro fue el más sórdido suburbio. El nieto de aquellos campesinos analfabetos sintetizaría las características de este producto cultural, en la letra que escribió en 1947 para el tango “El choclo”, de Ángel Villoldo: “Mezcla de rabia, de dolor, de fe, de ausencia/ llorando en la inocencia de un ritmo juguetón.”
Ese suburbio mestizo, paupérrimo, hacinaba a criollos y gringos en los más de 3 mil conventillos que tenía Buenos Aires antes de 1890, con una población que ascendía a unas 200 mil personas. La música salvó a Santo del destino atroz del conventillo: fue reclutado como miembro de la Banda de Policía y Bomberos de la ciudad. Un dato nada menor señala que de los 30 mil italianos que residían en la Argentina, trescientos eran músicos. Santo se integra a la sociedad que, mal que bien, lo acoge: se casa en 1875 con Luisa de Luque –también inmigrante– y forma parte de la orquesta del Teatro San Martín, inaugurado en 1887. Más tarde fundará una de las primeras academias de enseñanza musical y hasta escribirá un tango –“Payaso”– en honor de su amigo Frank Brown, payaso y actor de circo. En 1886 muere Amalia, su primera hija, al año siguiente nace Armando –autor de sainetes y creador del grotesco criollo–, en 1891 nace Rodolfo, en 1899 Otilia Margarita y el 27 de marzo de 1901 Enrique.

Enrique Santos Discépolo y Arturo de Córdova en Yo no elegí mi vida, 1949
La muerte de Santo en 1906 deja a Enrique al cuidado de Armando y de la mano de éste –su madre muere en 1910– recorrerá el barrio, la noche y los teatros: Parque Patricios, el café Los Inmortales, el deslumbramiento con la actuación. Lee al anarquista Rafael Barrett, se relaciona con el pintor, grabador y agitador cultural Guillermo Facio Hebecquer, integra la Asociación de Artistas del Pueblo fundada por aquél, se hace cargo de la desgracia de los más humildes, toma nota y partido. Ingresa al Instituto Normal –Enrique quería ser maestro– y participa de la huelga de alumnos de 1915. Su desempeño como estudiante tuvo perfiles discepolianos. Como no se requería documento de identidad para rendir exámenes, Enrique sustituía fraudulentamente a sus compañeros. Cuando le llegó el turno de rendir, fue reprobado.
Epifanía tanguera
Abandonado todo intento educativo formal, Enrique seguía preocupado por el teatro. En 1920 la compañía de Blanca Podestá le estrena Día feriado, que es una historia de desengaños: un joven –Gastón– se entera de que su novia se escapó a Chile con otro hombre. Gastón en el monólogo final anuncia toda la posterior poética discepoliana: “Es una mujer como tantas que a fuerza de recibir de los hombres un desengaño tras otro, termina por no creer a ninguno.” Hasta aquí una descripción que justifica al que burla porque es burlado y al que, hipócritamente, se le exige lealtad, conducta, honor. La condena suele ser muy dura para los más débiles y el asunto no sólo queda relegado a las cuestiones amorosas como bien lo sabía Enrique, lector de Rafael Barrett. Pero Gastón agrega: “En cuanto a mí, obsesionado por ese deseo inocente que a veces acomete, pensando regenerar su vida, llegué a quererla. Ella no llegó nunca a comprender esto, o quizá descubrió que en mi cariño había una gran dosis de compasión.” En 1929 escribirá la letra y la música del tango “Soy un arlequín” que es la síntesis de esta decepción profunda acerca del perdón –tanto del que perdona como del perdonado– convertida en lema de vida. El tratamiento, que a veces es misógino y a veces sarcástico, denuncia la permanente sorpresa del hombre bueno ante la ingratitud de sus semejantes: “Soy un arlequín/ un arlequín que salta y baila/ para ocultar/ su corazón lleno de pena./ Me clavó en la cruz/ tu folletín de Magdalena/ porque soñé que era Jesús/ y te salvaba.” El mensaje evangélico de la conversión a partir del amor se arruina, la emulación de Jesús ya no es suficiente, y la pecadora arrepentida no desea la santidad sino la supervivencia confortable. La crucifixión convertida en folletín. El poema termina con un verso atroz: “Cuánto dolor que hace reír.”
Discépolo no sólo atisba la impiedad humana –y el correspondiente silencio de Dios–, sino que profetiza el uso del dolor como espectáculo. Sólo faltaban los medios masivos de comunicación, y ellos llegaron a la cita.
Los cinco primeros. No obstante el primer tango que compuso Enrique no auguraba nada trascendental. Fue escrito durante la estadía de Discépolo en San José y Montevideo en algún momento del último tercio de 1923. Se llama “Bizcochito” y si bien figura como autor José Saldías –dramaturgo y director de renombre– el tango es de Discépolo. Se estrenó en mayo de 1924 en una obra de Saldías –La Porota– y en la letra hay algún momento de denuncia social, porque Bizcochito –que era el apodo de una apetecible chica– es una joven del suburbio y en ella se reivindica expresamente la belleza vilipendiada del arrabal. Y poca cosa más. Los cuatro tangos que le siguen ya son pequeñas obras de teatro de tres minutos de duración. Esta proeza proviene de la tarea de Enrique como dramaturgo, pero sobre todo de la memoria vital y de ciertos principios que detalló en 1929: “Escribo tangos porque me atrae su ritmo. Lo siento con la intensidad de muy pocas otras cosas. Su síntesis es un desafío que me provoca y que yo acepto complacido, aun a riesgo de los malos ratos que paso gestándolos. ¡Decir tantas cosas en tan corto espacio! ¡Qué difícil y qué lindo! Me subyuga esa lucha. Dicen que sacrifico la línea melódica en homenaje a la letra, y están en un error. Yo rompo intencionalmente la imagen musical trazada. Me lo exige la necesidad. Quiero que la música diga lo que luego aclararán más las palabras.”

Enrique Santos Discépolo en Cuatro corazones, 1939
Su segundo tango, “Qué vachaché”, va por este camino. Fue creado durante una gira uruguaya de la Compañía Rioplatense de Sainetes y estrenado en Montevideo por Mecha Delgado en 1926. Según las crónicas de la época, todo ocurrió ante la indiferencia del público que no entendió esa historia de una mujer que le exigía a su compañero el abandono de ciertos ideales de cambio social, de solidaridad con los desgraciados: “No te das cuenta que sos un engrupido/ te creés que al mundo lo vas a arreglar vos/ si aquí ni Dios rescata lo perdido/ ¿qué querés vos?, ¡hacé el favor!” Escepticismo fatalista y sabiduría popular: “El verdadero amor se ahogó en la sopa/ la panza es reina y el dinero es Dios”, son versos que prefiguran el tango “Cambalache.” Cuando en 1927 Carlos Gardel grabó en Barcelona este tango, el éxito borró el gusto amargo del estreno.
El siguiente tango de Discépolo llevaba un primer título sugestivo: “Cuando te apaguen la vela”, pero se hizo famoso como “Yira-yira.” Lo estrenó Sofía Bozán en 1927 en una obra de título extraño: “Qué hacemos con el estadio”, y fue un éxito. Discépolo habla de tres años de gestación de una letra que le recuerda una época de desastre económico, dando vueltas y vueltas sin demasiado sentido. El tono sentencioso de la letra admite este origen. “Yira-yira” es incluido en los primeros videoclips filmados por Eduardo Morera entre octubre y noviembre de 1930. En el cortometraje Discépolo dialoga con Gardel y le explica el porqué del tono amargo de su tango: “Es un hombre que ha vivido la bella esperanza de la fraternidad durante cuarenta años, y, de pronto, un día a los cuarenta años, se desayuna con que los hombres son unas fieras.” El chiste que Discépolo descerraja luego de un comentario ingenuo de Gardel, fue una oportunidad para que el otro Discépolo –el actor, el brillante charlista, el humorista– apareciera. Pero el comentario expresa y ratifica la poética discepoliana: “Verás que todo es mentira/ verás que nada es amor/ que al mundo nada le importa/ yira, yira.”
La metáfora inicial del poema (“cuando la suerte que es grela”) es un logro poético inusual en donde, en extraña dosis homeopática, se mezclan el habla culta y el lunfardo. Una grela es una mujer, en lunfardo –la acepción de grela como suciedad es de la década de los sesenta– y remite al tópico literario de la mujer como ser veleidoso, mudable. El desengaño amoroso que estableció Contursi se ha profundizado en la falta de toda ayuda por parte del prójimo, consecuencia lógica del vacío existencial de la primera postguerra y del fin de los “años locos”: “Cuando estén secas las pilas/ de todos los timbres/ que vos apretás/ buscando un pecho fraterno, donde morir abrazao.” Tono y ambiente coloquial para redondear la desdicha humana: “Cuando no tengas ni fe/ ni yerba de ayer/ secándose al sol”, en donde el escepticismo se mezcla con las costumbres más comunes. La casa y sus rutinas están vacías de Dios y de fraternidad. Y el desempleo como plus de modernidad del capitalismo tardío: “Cuando rajés los tamangos/ buscando ese mango/ que te haga morfar.”
Los dos últimos tangos que compone en esta primera hornada son: “Chorra”, estrenado por el actor cómico Marcos Caplán en abril de 1928 en una obra de los hermanos De Bassi –empresarios versátiles relacionados con el tango y con Armando Discépolo– llamada Las horas alegres, y “Esta noche me emborracho” estrenado en mayo del mismo año por la famosa cantante Azucena Maizani, en la comedia musical, Bertoldo, Bertoldino y el otro, pese a que la voz que relata la historia es indudablemente masculina. Resulta lógico el ambiente teatral del estreno; de hecho los tangos son dos historias teatrales de tres minutos. En “Chorra” hay momentos sublimes del mejor humor discepoliano. La mujer que engaña al pobre feriante haciéndole el cuento del tío con su prosapia familiar –tiene una madre “noble viuda de un guerrero”– es retratada en su falsía con unos versos que se utilizan hoy en día como síntesis del desengaño: “Hoy me entero que tu mamá/ noble viuda de un guerrero/ es la chorra de más fama que pisó la 33/ y he sabido que el guerrero/ que murió lleno de honor/ ni murió ni fue guerrero/ como me engrupiste vos.” El verbo clave es engrupir, del lunfardo grupo que define a un estafador y que a su vez tiene origen español, en donde la palabra grupo, tipifica al que roba utilizando un gancho. El que engrupe engancha con un engaño. De allí el juego que establece Discépolo entre la ganchera y el mostrador –los únicos bienes de feriante– que el timado protagonista ha perdido.
“Esta noche me emborracho” es de un tono de decadencia digno de Goya, de hecho es una pintura rítmica desde el primer verso: “Sola, fané, descangayada.” Enrique ha perfeccionado el uso del lunfardo, lo que lo acerca al pueblo más llano, a la vez que le aporta una sonoridad subyugante ligada a su heredada e incompleta formación musical. Fané proviene del francés, se faner (perder la belleza) y en lunfardo adquiere un matiz cosificante y sombrío: desgastado, estropeado. Descangayada –gastada, arruinada– deriva del portugués escangalhado (quebrantado, arruinado) en una redundancia trágica que obligará al hombre a volver la cara y echarse a llorar ante la destrucción de la belleza y de su propio pasado. Una alegoría cruel y perfecta del deterioro humano provocado por una sociedad que todo lo vende y que todo lo compra. La sociedad mestiza del suburbio de las grandes ciudades del Plata entiende el mensaje de Enrique, se siente identificada con el poeta, lo admira y él los refleja. Esa gente desclasada comprende la penuria de lo que se malogra. Tiene en Enrique a su poeta como tendrá en Perón a su líder. Y ambos estarán juntos en poco tiempo.
Vida, muerte, símbolo
En 1927, el solitario Enrique, el eterno hermano de Armando, el hombre de mundo, el de las letras escépticas pero popularísimas, el dramaturgo y actor, el de las interminables tertulias anarquistas, no sabe que está a punto de encontrarse con el amor de su vida. En el Follies –un cabaret ubicado en Cerrito y Diagonal Norte– canta una muchacha española de veintiséis años, de nombre exótico: Tania Mexican. Tania era toledana y estaba casada con el músico de varieté Antonio Fernández Rodríguez, con el que tuvo dos hijas, una ya fallecida y otra al cuidado de la abuela materna. Antonio Fernández, su hermano Paco, y Tania como cupletista y principal atracción, formaron un trío con nombre ardoroso: Les Mexican. Actuaron en Barcelona, Marruecos, Montevideo y Río de Janeiro. En Buenos Aires y mientras el matrimonio naufragaba, Tania captó la atención de Roberto Firpo y Osvaldo Fresedo, que la acompañaron en sus recreaciones entre zafadas y divertidas de los tangos “Niño bien”, “Lechuza” y en especial “Esta noche me emborracho”, el gran éxito de Enrique. Anita Luciano Divis –Tania era un anagrama– supo que Discépolo había ido a escucharla aquella noche de 1927 en el Follies, y también supo, cuando el oriental José Razzano los presentó, que aquel muchacho entre tímido y desamparado, había quedado seducido por las maneras automáticas del flirteo inherentes a la interpretación del cuplé.
En 1928 vivían juntos, pese a las prevenciones que Tania despertaba entre las amistades de Enrique, que la catalogaban de ambiciosa, frívola, interesada. El distanciamiento con Armando nace por esos años y cobra forma definitiva en 1947, tras un largo proceso en donde la amistad de Tania con Eva Perón y el feroz peronismo de Enrique separaron a los dos hermanos y compinches, en una especie de alegoría familiar de la historia argentina.
En el libro de Sergio Pujol, Discépolo, una biografía argentina, la relación entre Enrique y Tania es definida de manera casi taxativa: “En cierto modo, esa mujer era la antítesis de Enrique. Cuando Razzano los presentó, ella dominó la situación. A primera vista descubrió la atracción que provocaba en aquel autor de tangos, vacilante y debilucho. Pronto sabría que la debilidad no era tal; que Enrique, si bien desprotegido en muchos aspectos, tenía sus formas de dominio.” La relación amorosa y artística entre ambos fue fecunda. Tania estrenó el tango “Uno”, acaso el arte poética discepoliana con su lema lúcido e ingenuo: “querer sin presentir”, símbolo de la entrega gratuita que supone todo amor verdadero.
Y es desde ese ángulo de inocencia burguesa hastiada por la falsía amorosa, que Discépolo pasó a enjuiciar el atropello político de la “década infame”, entre la caída de Hipólito Yrigoyen y el ascenso del coronel Perón. Letras como “Cambalache” de 1934, con su agria resignación fatalista, encuentran en Perón el atajo, la posibilidad. Sólo en ese marco de fe ciega en la justicia por fin triunfante, pudo Discépolo aceptar intervenir en la audición radial Pienso y digo lo que pienso, en apoyo a la reelección de Perón. En esas audiciones, entre mayo y noviembre de 1951, Discépolo quemó las naves. Leyó a puro sarcasmo los libretos escritos por Abel Santa Cruz, en los que se respondía a las críticas de un personaje que nunca sugestivamente tuvo voz pero sí apodo: Mordisquito. Ese mudo y anónimo antiperonista se volvió contra el mito porteño que ya era Enrique y lo aisló. Discépolo acusó el golpe desde el asombro: no entendía del todo esa ferocidad contra él, que seguía siendo el mismo Discepolín de siempre.
Acaso el famoso incidente en plena calle con su maestro y amigo, el actor y director teatral Orestes Caviglia, que perseguido por el peronismo debió exiliarse en Montevideo y para visitar a su nieta enferma de poliomielitis en Tucumán tuvo que sortear la represión del régimen, terminó afectando al poeta que, literalmente, se dejó morir por inanición.
Entre los preparativos de la Noche Buena de 1951, un Discépolo consumido todavía hacía chistes. Estaba tan flaco –pesaba menos de 40 kilos– que aconsejó a su médico que las inyecciones se las aplicaran en el sobretodo. Murió el 23 de diciembre a las 23:15, sentado en un sillón, observando a la gente desde la ventana de su departamento. Los primeros dolientes que llegaron a su velatorio fueron las coperas que alternaban en el Tibidabo y en el Marabú. Estuvieron poco tiempo y se fueron llorando por Lavalle a trabajar, como todas las noches. “La gente se te arrima con su montón de penas/ y tú las acaricias casi con un temblor/ te duele como propia la cicatriz ajena/ aquél no tuvo suerte y ésta no tuvo amor” había escrito su amigo, el poeta Homero Manzi. 

Fuente:
http://www.jornada.unam.mx/2011/12/18/sem-alvaro.html

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